domingo, 1 de noviembre de 2009

Cine: The Girlfriend Experience: Steven Soderbergh y Sasha Grey: la derrota de lo pornográfico

Como necesitando de un poco de quietud, The Girlfriend Experience nos devuelve una fría calma, una desolada calma cargada de cierto clima de angustia existencial. En el comienzo de la película, un personaje se queja de la cantidad de gente que había en el cine: “no me gustan las multitudes”, dice. Se podría decir que se trata de una película intimista en un doble sentido: por la quietud y paciencia de sus escenas y por la vida privada de sus personajes.



La trama, fragmentada, es simple: una pareja, ella una prostituta de lujo y él un personal trainner. En el medio, los clientes de cada uno obsesionados por la imagen. El telón de fondo: la crisis del 2008 en EEUU y la campaña de Obama. Todo el mundo luchando por mantener las apariencias.
Magnífica ironía, o estrategia de marketing, la de Soderbergh: poner a una actriz porno para hacer una película sobre la intimidad, centrada broma publicitaria la de darle un protagónico a una de las actrices porno del momento para apenas mostrarla desnuda.
La actuación de Sasha Grey se mantiene a la distancia, como si todo fuera visto desde atrás de un vidrio y la calma dominara al personaje, a sus expresiones, a sus movimientos. La explosión sexual que pone en escena en el cine para adultos aquí se sublima completamente en una mezcla de indiferencia y apatía. Tal vez de eso trate la película, del aislamiento y de la desolación y, en última instancia, de cómo por medio de la actuación se termina encontrando una experiencia verdadera. Lo explícito y lo expuesto aquí se vuelven implícito y oculto.
El clima de la película de Soderbergh es como el de su adaptación de Solaris: luces difuminadas, colores cálidos, ambientes superrefinados, sofisticados, en donde no hay espacio para las pasiones desenfrenadas, para los odios profundos, para los compromisos, para la pornografía, para la decadencia, para lo rugoso y corporal (precisamente, algo de lo que estaba en la película de Tarkovsky).
Una acompañante de lujo, prostituta de lujo, un personal trainner, un entrenador, cada uno por su lado, buscando la realidad a fuerza de apariencia. Ella sale de un encuentro con un cliente de un hotel de alta categoría: lleva una especie de diario, en donde cuenta sus días: hace un recuento de detalles mínimos vinculados a lo que podría ser el escenario sofisticado: el vestido que tenía, la lencería costosísima, el lobby del hotel, etc.: sin embargo él no le había prestado atención: dijo apenas una cosa sobre el vestido y “no mencionó nada más sobre mi apariencia”.
Y entonces el problema es tan viejo como la humanidad. “A veces los clientes quieren a mi verdadero yo, pero al final del día no lo quieren, quieren que seas lo que ellos quieren (desean)”. Individuos aislados como los hongos de Hobbes, encerrados en sí mismos, presos de un deseo obsesionado con la imagen y la apariencia. Apariencia e incomunicación, apariencias que incomunican.
Todo es superficie en el mundo sofisticado de The Girlfriend Experience, todo es superficie plana, limpia, minimalista, despojada, hasta la luz carece de cuerpo. ¿Qué deseamos cuando deseamos? Nos deseamos a nosotros mismos en las representaciones propias que hacemos de los otros, como encerrados en un círculo vicioso, el otro siempre nos devuelve a nosotros, a nuestro yo, y el otro queda tan distante, inalcanzable, impenetrable como las expresiones del personaje de Sasha Grey.
En alguna crítica sobre la película se cuestionaba la calidad actoral de la actriz, tal vez con cierto prurito ante la porno star del momento, diciendo que no se sabía si la parquedad era una característica del personaje o una deficiencia de la actriz; habría que, sin embargo, plantear las cosas de otro modo: el cine es imagen, el cine es justamente eso, una apariencia, y lo que vale es la apariencia, sin importar si es lo real o lo representado. Actúa mal o es el personaje, se preguntaba la crítica, como si en el mundo de las apariencias importara esa diferencia. “No una imagen justa, sino justo una imagen” decía el gran, gran Jean-Luc Godard (del cual Sasha Grey dice ser fan). A cierta crítica le gusta ajusticiar a la gente, a las obras, a los actores y actrices, a las películas, como si tuvieran que corresponderse con no sé qué ideales. Justo una imagen, apariencia pura que nos abre las puertas del sentido. Soderbergh invierte el realismo pornográfico de la actriz y encierra la fuerza y expresividad “real” (explícito) en una imagen superficial y aparente.



Volvamos al tema del deseo. Deseamos lo que queremos, un mundo hecho a nuestra medida, un mundo en donde exista sólo una persona. Y el dinero nos provee de esta fantasía: la protagonista sigue: “Si quisieran que fueras tu misma, no estarían pagándote”, e inmediatamente saltamos a lo que su pareja, el entrenador, le está diciendo a un cliente: “así estás perdiendo el dinero”. Siempre se trata de dinero, y el dinero es el que hace posible el universo de las apariencias egoístas: por un puñado de dólares, el yo y el universo perfectamente acomodados.
El dinero resulta lo único certero en un mundo de apariencias (y como vemos hacia el final, ni siquiera el periodista al que ella le cuenta sus experiencias resulta real). Lo curioso es que rodeando a este mundo sofisticado, cool, burgués y limpio, como telón de fondo, la crisis y la campaña de Obama funcionan como contraste. Todo parece estar viniéndose abajo, pero existe un mundo que pretende mantener sin embargo las apariencias, un mundo que, esto es lo peor, las mantiene ni siquiera por ideología, sino por costumbre (y claro, es la ideología la que moldea la costumbre desde el sentido común).

¿Es que hay algo que afecte a esta gente? El entrenador es tentado a viajar a Las Vegas con unos clientes. “¿Cómo se sigue ganando dinero en una crisis como la actual?”, pregunta el ingenuo entrenador. “Automedicación”, responde el empresario; podríamos decir, autoencierro, preservando las apariencias hasta el final, de ahí que necesiten imperiosamente que su personal trainner viaje con ellos.
“¿No te cansas de andar siempre entre gente rica?”, pregunta el periodista. “Puede ponerse tedioso”, responde Chelsea. ¿Qué es lo tedioso?: que todo gire en torno al deseo de los otros, a la perfección, a la absoluta falta de fisuras en esas superficies tan cristalinas y puras. Ningún grito aguerrido, ninguna fisura por donde la realidad se cuele y gotee insidiosamente: la crisis que permanece sólo en los diarios, la apariencia perfecta que calza perfecto en la medida del deseo. El mundo es adaptado a los deseos de los ricos, y entonces para ellos parece no haber defectos. El dinero, sí, claro, el dinero compra la apariencia. Y no seamos románticos, no necesariamente la apariencia vaya a estallar en algún momento.
Sin embargo, siempre están los del medio pelo, a los que la crisis les hace estallar la apariencia: y el pago del dinero es sólo para descargarse sobre la tragedia que es no poder seguir sosteniendo el nivel de vida, y estupideces por el estilo. Pero aun ellos no pueden llegar a los otros: cada uno está tan metido en sí mismo que hasta cuando hablan de abrirse, de comunicarse, de tener un diálogo, siempre se trata de un yo encerrado en sí mismo. Una caricia sobre el cuerpo desnudo, con manos frías, hablando al mismo tiempo sobre la importancia de pensar en el otro. No hay problema, dirá Chelsea, y pensará: si para eso me pagas.

Cómo la pornografía pierde la pelea
La actriz que pone en escena lo más real de lo más íntimo, que busca romper los prejuicios tanto moralistas como machistas sobre el sexo (más que discutible esto último), esta actriz, decimos, encarna un personaje que queda atrapado en la impasividad del deseo posmoderno. Y si sus actuaciones son reales, la pornografía no puede ser más que una imagen más, apariencias todavía. Con la pornografía ocurre como con los documentales: no son imágenes reales, sino justamente eso, imágenes. La imagen no representa, no conserva la realidad, y la verdad, como dice Herzog, siempr es un tema de la potencia de verdad de la imagen, es siempre una verdad extática que surge de un lugar distinto del de la representación. Sin entrar en la concepción filosófica de Herzog (para ello habrá que buscar la entrada sobre él próximamente) digamos que las imágenes tienen un valor no por la representación fiel que hagan de la realidad sino por la capacidad de expresar cosas verdaderas, aun cuando sea a través de mentiras (de ahí los geniales documentales de Herzog en donde la mitad de las cosas sean probablemente mentiras). Habría que evaluar hasta qué punto la pornografía puede hacer saltar los límites del propio género, habría que preguntarse cuáles son los límites que la pornografía todavía no puede cruzar (y no me refiero, desde luego, a límites morales y de ese tipo). Hasta qué punto una imagen logra atravesar la representación que el propio género produce y poner algo diferente y radicalmente nuevo: en primer lugar, una imagen que no sea una mercancía producida industrialmente (en serie).
Nada de todo esto ocurre en la obsesión por la imagen de los personajes. Las apariencias no conducen en este mundo a la verdad sino al dinero. En última instancia, lo único que importa es el dinero, y ese es el problema que plantea la película, devorándose a sí misma: todo gira en torno al dinero, y los personajes parecen no encontrar otras salidas que las de crear nuevas fuentes de dinero. Este es el punto en donde Soderbergh se queda corto, a pesar de sus planteos, a pesar de la crítica que la película plantea. Todo gira en torno al dinero en el plano de lo representado, y todo tiene que girar en torno al dinero en el de la representación, es decir, en el de la película misma. Desde luego, la película no es plenamente un producto comercial: no ha tenido un aparato publicitario importante (a pesar de la elección de Saha Grey), el ritmo algo fragmentado de la película quiebra la continuidad requerida por el ojo comercial estándar, etc., sin embargo carece de algo que haga estallar a la imagen y atravesar los propios límites del “género” norteamericano «cine independiente».
Qué rompería con el giro vicioso del dinero, qué rompería con esa redundancia exasperante de todos los personajes que no dejan de hablar de cómo hacer un negocio, de cómo hacer un negocio con la vida misma, al menos con la apariencia de ella: lo que hace Sasha Grey en el porno: la obscenidad. Como dice el genial director Michael Haneke, la verdad está en la obscenidad. El problema es que en el porno la obscenidad se vuelve negocio, la sexualidad se vuelve mercancía, y, por otro lado, en el cine regular no hay obscenidad en absoluto. Esta idea de la obscenidad busca por otro camino lo mismo que la verdad extática de Herzog: poner en imágenes algo que rompa con la mera representación, algo que nos saque de la posición de ver una historia en el cine, y le de a la propia imagen un cuerpo y una solidez que la hagan no una imagen del mundo sino parte del mismo mundo.
Podríamos pensar que la propia película hace lo que sus personajes: busca encontrar verdad detrás de una apariencia limpia y cool. Podemos pensar que a la película le va mejor que a sus personajes, y tal vez la clave sea que no busca lo que éstos buscan obsesivamente: la competencia y la victoria económicas sobre los otros; como si dijéramos que The Girlfriend Experience buscara con su mundo aparente, no obsceno (no completamente verdadero), ganarle en recaudación a alguna otra película que ande por el medio. Bien, aceptemos eso, y aceptemos que la falta de obscenidad-verdad sea una cuestión de estilo. Supongamos que no hace falta provocar la sensibilidad de los espectadores con imágenes inesperadas (como que la actriz porno hiciera porno en una película de Steven Soderbergh, o lo que hizo a su manera Lars von Trier en Los idiotas y en la que viene El Anticristo), y entonces lo que tenemos es una buena película independiente yanqui, dicho sin ironía: se trata del buen gusto, de las ideas inteligentes, de apuestas que exigen un poco más, de cierta sensibilidad social pero que ni toma las armas ni se desnuda completamente.

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